El tenue color rosado de una nube que brillaba con el sol del crepúsculo me retrotrajo a mi primer día como estudiante de “sumi –e” en el querido y nunca bien ponderado Centro Cultural Rojas, de la siempre arcana Buenos Aires. Tenía todos los ingredientes, es decir, los utensilios: el pincel especial, de mango largo, la piedra para moler la tinta, el pequeño recipiente para prepararla y el papel de almacenero, listísimo para que mi mano le imprimiera la forma de un bambú, de una golondrina o de un loto. Si hasta me había estado ejercitando, ataviada con el kimono rojo que me había traído mi tía Franca de Australia -y que hacía las veces de salto de cama o robe de chambre (para los que no tienen ni jota de idea qué es un salto de cama)-, a sostener con el brazo izquierdo el codo derecho, doblando la manga, de modo de facilitar las pinceladas, que debían ser hechas en todo momento a mano alzada, con el pincel cargado con la precisa cantidad de tinta.
De esa primera clase no me quedan demasiados recuerdos. Solamente que
el resultado final no fueron ni grullas en vuelo ni briznas de hierba, sino
unos manchones que podían pasar por las figuras de Rorschach, que estoy segura
que se decidió a hacer el test porque le fue como a mí en el curso de pintura
japonesa.
Para evitar que alguno de mis amigos o amigas, muy dados a las interpretaciones sicoanalíticas, pudieran encontrar esas “manchas”, sugerentes, y me diagnosticaran una “fijación vulvar” o, peor aún, esquizofrenia, es que opté por su reciclado y puse de inmediato mis primeras obras en la basura. Con ellas irían a encontrarse las segundas y las siguientes, hasta que la plena conciencia de mi inutilidad para esos menesteres, me llevara a una airosa retirada. La profesora, una japonesa algo mayorcita, muy dulce y muy paciente, todavía me agradece.
Para evitar que alguno de mis amigos o amigas, muy dados a las interpretaciones sicoanalíticas, pudieran encontrar esas “manchas”, sugerentes, y me diagnosticaran una “fijación vulvar” o, peor aún, esquizofrenia, es que opté por su reciclado y puse de inmediato mis primeras obras en la basura. Con ellas irían a encontrarse las segundas y las siguientes, hasta que la plena conciencia de mi inutilidad para esos menesteres, me llevara a una airosa retirada. La profesora, una japonesa algo mayorcita, muy dulce y muy paciente, todavía me agradece.
Otro tanto sucedió con las clases de bonsai en el Jardín Japonés. Esas
pequeñas incisiones en raíces y ramas y la conciencia de que mi impericia podía
causar daños irreversibles a un organismo vivo, como es un árbol, cuyo
crecimiento queremos controlar, me convencieron de que ninguna forma de cirugía
es para mí… así que también excluí la taxidermia de la lista de posibles
actividades recreativas.
No me quedaban demasiadas opciones en mi afán por interiorizarme de la
cultura milenaria del Imperio del Sol Naciente, pero no cedí, y me dediqué a
contemplar las libélulas y el rostro de la luna de verano. En este
sentido, debo confesar que es mucho más sencillo ver la cara de la luna, a
pesar del smog, que encontrar una libélula en Buenos Aires, pero como soy
perseverante, destiné largas horas de la tarde a una metódica como infructuosa
búsqueda.
Con ese mismo espíritu pensé que iba a poder emular a las geishas. En
todo caso, debería aclarar, con la idea que podía tener entonces de lo que eran
las geishas. Señoras del placer sagrado, hacedoras de la felicidad, de hilos
tan finos como el encaje Richelieu, diestras en la danza, la música y el canto,
y en las sutiles formas de la seducción.
A mí lo del baile se me daba muy bien y eso, definitivamente, era un
punto a favor. En cuanto a la música, podía defenderme tocando el feliz cumpleaños
con la flauta dulce o “La montaña”, del brasileño Roberto Carlos, así que
estaba salvada, y, en cuanto al canto, en todo caso, los que no iban a salvarse
eran los oyentes. Además, teníamos algo - otra cosa- en común las geishas y yo:
los pies pequeños (por eso siempre fue difícil encontrar los zapatos que me
gustaban, porque no los tenían en mi talle). Finalmente, siempre me gustó el té
y puedo servirlo haciendo toda una ceremonia.
Las geishas, en la imagen que yo me había hecho de ellas, eran dóciles,
sumisas y tenían, sobre todo, una gran presencia y disposición de ánimo. Y
estos atributos, casualmente, tenían una alta cotización para el universo
masculino. De poseerlos, pensé, iba a adquirir, automáticamente, el valor de
una acción de una compañía petrolera (me refiero a alguna de las Siete
Hermanas).
Así que mi proyecto fue convertirme en un ser tenue como una mariposa,
tan suave como la seda y solícito como cualquier hombre pudiera soñar. Y aclaro
que hice el esfuerzo: de poner buena cara cuando el novio de entonces llegaba a
las mil y quinientas o me dejaba literalmente plantada porque se había quedado
jugando al billar con sus amigos, al truco o al scrabble (que era lo que me
decía). Y, en el mismo sentido, me quedaba tranquila como un océano de jade,
mirando toda la santa tarde del domingo la serie ininterrumpida de partidos de
fútbol de los campeonatos locales, de los países vecinos, y de la Unión
Europea. Eso, sin mencionar el boxeo de los sábados por la noche o las carreras
de Fórmula 1 de los domingos por la mañana.
Ese afán, pese a todo, no estaba destinado a durar (como el sumi-e). Y
la mariposa quedó en capullo. A poco de andar nomás, mis reacciones, de agua de
estanque, pasaron a adquirir formas marciales y, en ocasiones, llegaron a tener
las dimensiones de las batallas de los ejércitos de Kurosawa en Ran.
Así que esas cualidades de la discreción, la paciencia y el recato, si
sembradas, no llegaron a convertirse en hábito y, por ende, en virtudes, sino
que quedaron allí, en el limbo de las restantes virtudes que jamás tendré, y fue así como el caballero que quiso quedarse a mi lado, debió aceptarme tal como
soy, llena de imperfecciones y flaquezas, como toda diosa que se precie, y tuvo
que aceptar la negociación como el mecanismo que nos posibilitaría hacer algo
juntos y así “vernos” un rato los fines de
semana (!cosa que no está asegurada pese a la convivencia!), y así, no tan suavemente como hubiera deseado, con una pizca de luchador de sumo, me convertí en esa geisha que soñé ser, más “al
uso nostro” que al de las auténticas, pero geisha al fin.
Siguiendo con esta línea evocativa, me despido tarareando las bellas
palabras de la señora Yokohito, ilustrándonos sobre la delicada ciencia de los
arreglos florales, en esta “Ikebana”, de los geniales Les Luthiers:
“Ikebana, Chou
En-Lai,
harakiri,
tobogán,
camiseta, Chang
Kai-Shek, panzón.
Mata Hari,
salpicón,
Honolulu,
Tucumán,
Walkie-talkie,
chimpancé, ping-pong.
Neuquén.”