50 años. Si vivo hasta el año próximo, es
la edad que voy a cumplir. Es todo un número. Hasta hace poco sólo podía
imaginarlos en una tarjeta de invitación de una sociedad de las que solían
llamarse “de socorro mutuo”, para celebrar su larga y fructífera trayectoria en
el medio; o la de algún teatrito que
ayudó a la vocación de artistas locales de sueños sin fronteras.
Cuando los amigos mayores llegaban a esa
edad, quienes se atrevían a confesarla, la
celebraban con memorables fiestas de cumpleaños en donde se imponía que el
champagne corriera como reguero de pólvora y se fumaban esos puros que se
reservan para ocasiones especiales, con un cognac tan añejo como el
cumpleañero. Si el afortunado se arriesgaba a apagar cincuenta velitas era sólo
para darse dique de su estado físico, demostrando la inutilidad de las espirometrías y los estudios de pulmón, pero
nunca, nunca se colocaba el mentado número, con ese estilo que tiene algo de
gótico y sans serif, en el pastel de cumpleaños.
Hasta hace poco esa cifra parecía muy
importante. Para un infante una persona de 50 representa “la gente grande”; si tenemos un Golden retriever, como el de las propagandas de
las compañías de seguros, el hijo adolescente de un amigo cree que es al solo efecto de ayudarnos a cruzar las
calles, y
para esa querida sobrina recién recibida de la universidad, que ya somos
incapaces de mover las caderas al ritmo de la salsa o la bachata. Inclusive nuestra madre piensa que ya tiene que dejar de decirnos que salgamos
con un saquito por si refresca: seguramente ya somos conscientes de que si
salimos sin el saquito, nos pescaremos un resfrío que se puede volver una
bronconeumonía en menos de lo que canta un gallo.
Pero ahora hemos venido a descubrir que son apenas un puñado de años!
Los que estamos llegando a la cincuentena, abrevamos de la vanguardia del “proto punk” hasta darle
al rock la sensibilidad del arte, y nos perdimos en el abrasivo efecto sonoro
de los sintetizadores; vimos al mundo ponerse patas para arriba y luego
acomodarse un poco para volver a descalabrarse nuevamente; asistimos al fin de
eras que parecían interminables, conocimos cronopios y famas y, a su turno,
también lo fuimos.
Creímos y amamos apasionadamente, y nos
equivocamos…, y queremos seguir haciéndolo… y seguimos necesitando, como dice
una de mis canciones favoritas de la adolescencia, quien nos siga “parchando” y
limpiando la cabeza.
Cuando llegamos a los 50 nos damos cuenta
qué pocos que son, que nos falta mucho para conseguir lo que nos habíamos
propuesto a los veintipico, que ya sabemos beber “bien”, y por eso ya no nos
seducen los vinos baratos, o que es hora de dejarlos, si le hemos estado dando
duro, así como al tabaco y otras sustancias, porque el hígado empieza a
quejarse o porque ya no podemos llegar con aire al rellano de la escalera, y
porque ahora debemos cambiar la droga por algo que nos ayude a conciliar el
sueño o, como diría Hemingway, a superar la noche.
Cuando llegamos a los 50 nadie se va a
escandalizar si nos fumamos un porro en una reunión social, si un hermano nos
confiesa finalmente que es gay, y que lo ha sido siempre, claro, o si te confiesas con detalles -como quien habla de las últimas
tendencias de la moda-, la vida sexual que tienes con un amante, cuya
existencia jamás develaste.
Cuando llegamos a los 50 nos siguen
gustando los zapatos y las bikinis, mascar chicle y estar despeinadas y bailar al ritmo pegadizo de una cumbia que nos llama, como a la burra el trigo, aunque al día siguiente debamos reposar como la maja de Velázquez, aunque sin
su elegancia, previa ingesta de un par de anti-inflamatorios, porque ya sabemos
que estaremos sin poder mover las articulaciones por tres días.
Cuando llegamos a los 50 nos damos cuenta
que tenemos el aplomo para mirar la vida
cara a cara, que podemos levantarnos si tropezamos, y seguir caminando, y que
lo mejor está por venir, porque estamos
hechos de la misma materia que los sueños.
¿Cuál es el tuyo?
La foto de la pintura fue tomada durante una vernisage en Tribeca, NY. Lamentablemente extravié el nombre de su autor.
Quien dice Velázquez... dice Goya!
ReplyDeleteAmén
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