Manuel Calisto y
Alex Cisneros se divierten con esta simpática propuesta que co-dirigen y que
parece un ensayo de técnicas cinematográficas que bien podría usarse en una
clase de cine. Para que no queden dudas, está filmada en blanco y
negro. La mayor crítica que se le podría hacer a “A estas alturas de la vida” es
el abuso de algunas de esas técnicas como la del fundido en negro. Sin embargo, son al
propio tiempo dignas de destacar su variedad y las diversas formas de composición de los
cuadros lo que permite disfrutar de los
gags y del juego de la cámara, de los grandes planos generales y de los plano detalle,
de picados y contrapicados y de las referencias al cine (la influencia de
Hitchcock, por ejemplo). Es probable que las cuestiones relativas al montaje se
hayan debido a los muchos problemas de la edición y post-producción del filme.
A poco de terminar el rodaje (en 2011), que solo demandó diecisiete días, Calisto fue
brutalmente asesinado en un intento de robo, lo que devastó a Cisneros y demoró
la finalización de la película, de muy bajo presupuesto, inicialmente aportado por familiares y amigos y que consiguió finalmente cierto
financiamiento estatal.
Con guión que
bordea lo inverosímil, se va tejiendo un diálogo – siempre confrontado- entre
dos amigos, que se desarrolla en la
azotea del edificio en el que supuestamente viven. Son Martín (Calisto),
empleado de la Cancillería, quien encarna al idealista, quien cree que con el
esfuerzo todo se alcanza y se pasa recitando clichés de libros de autoayuda o
inteligencia en los negocios, y Daniel (Cisneros), su íntimo amigo y némesis,
con un talento natural para las matemáticas que desperdicia haciendo cuentas
complejas sobre cuestiones insustanciales, que no puede conservar un trabajo ni tiene
como pagar la renta y que no tiene otros objetivos en la vida más que pasarla
bien y follar con mujeres casadas. Los diálogos son por momentos
desopilantes. Hay humor (negro), ironía, verdad descarnada y delirio. En un momento la vecina Alicia (Sonia Valdéz) los interrumpe. El
diálogo se mecha con monólogos. Un narrador que a más de contribuir al
elemento de la intriga nos representa, habla de algún modo de nosotros y desde
nosotros.
Entre las
aficiones de los amigos está espiar a los vecinos con un telescopio. En
un momento Alicia descubre una situación que les plantea una
disyuntiva de orden moral y fuerza una
decisión que lleva a dos finales: uno de thriller y otro que inevitablemente
evoca esa fantástica escena de Thelma y Louise.
Salvo algunos flashback y flashforward, las escenas transcurren en la terraza, con
el fondo de una ciudad estática,
totalmente racionalista. Unos cuantos objetos amontonados componen la utilería,
lo que sumado a los plano detalle y americanos donde la cámara se detiene por
varios segundos en los personajes o en los pocos elementos de la escena, le dan
un tono teatral. El tono estético bordea el abstacto y es, en todo caso,
posmoderno. Un ojo que refleja lo que ve, abre y cierra la película. Anuncia el gran angular de la
cámara. El mismo de la mirilla telescópica por el que se inmiscuyen en en la
vida de los otros. Es el que permite, además, tener la visión panorámica, desde
la altura – casualmente una terraza-, desde donde las cosas pueden verse de otra
manera, o como realmente son, lo que permite también que nos veamos a nosotros
mismos y nuestros sentimientos (como el despertar de la codicia), lo que nos lleva,
sin pena, a decidir hacer algo estúpido.
“A estas alturas de la vida” se nos presenta
como un genuino ejercicio exploratorio de cine. Exploratorio no en el sentido
de reconocimiento sino de registro, de ahondamiento en una experiencia estética
que cuida e incluye detalles que sirven para el placer del espectador que
quiere ser sorprendido.
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