Fotografías,
viejas películas familiares, trozos de grabaciones magnetofónicas, recortes de
diario y fragmentos de textos de documentos paraliterarios sirven de soporte
para el viaje cinemático que nos ofrece Petra Costa con su “Elena”.
Es una extensa
narración en la que la joven directora
brasileña juega con la cámara, los claroscuros, la visión borrosa de un
contexto que se diluye en el recuerdo y que lo rescata para contar la historia
de su hermana mayor, Elena, cantante y aprendiz de actriz que viaja a New York
para cumplir su sueño. Años más tarde, cuando ya la tragedia ha dejado su
indeleble impronta, ella hará lo mismo: ir a New York a estudiar teatro en
Columbia. En la búsqueda de Elena y su destino, se jugará el de Petra, por eso
en algún punto la historia de las hermanas se confunde.
Este documental,
que cosechó importantes premios y nominaciones (Mejor Película en el festival
de La Habana, 2013, entre otros) y tiene entre sus productores ejecutivos nada
menos que a Fernando Mireilles y a Tim Robbins, es el testimonio de una
historia personal pero también su ficción. Persuade con los registros, filmes
familiares (home movies), entradas de diario y distintos tipos de documentos
aportados que se tienen –en sí mismos- por trozos de realidad al mismo
tiempo que atestiguan el despiadado paso del tiempo y dan cuenta que no se
puede volver atrás más que con la memoria. De igual manera, imágenes
encabalgadas nos muestran dos ciudades: la New York de entonces y otra más
reciente; un contexto histórico que aparece intrincado y melancólico, el del
Brasil de la dictadura que forzó al exilio a tantos artistas, y la misma
Elena, borrosa, y por eso mismo distante, que mueve a la ensoñación.
“Elena” nos da
indicios, además, del tiempo que les tocó vivir a tres mujeres de una familia
brasileña: la madre y las hermanas, cuyas historias se mezclan y aparecen re-editadas de alguna manera en cada una de las otras.
Petra Costa ha
sabido usar los recursos técnicos del arte con gran maestría. La composición de
los cuadros, los picados, barridos y juegos con el zoom, todo está orientado
para producir un gran impacto visual y emocional. El paso lánguido de los
cuadros y la música que en justas frases acompaña la imagen hacen del film una
sentida carta (una audio carta, como refiere la propia Petra) que sirve para
conjurar el duelo de la hermana perdida. Aunque algunas de las
reproducciones de las películas familiares pueda ser un poco larga, cumplen el propósito de construir la presencia vicaria de quien ya no está. La
película es lo que queda de ella.
La imagen del
agua, finalmente, las escenas del mar bañando la playa en su perpetuo devenir,
las mujeres nadando en una agua oscura, completamente
clara, parecen servir para lavar la
pena de la hermana muerta, y exorcizar, al mismo tiempo, su ausencia. “Poco a
poco la pena se vuelve agua/ se hace memoria”, dice Petra.
Se trata de una
historia familiar -dijimos- y en ese sentido se enmarca en lo particular/ confesional que hace un uso
retórico y recicla las “home movies” y todo un patrimonio de registros a los
que resemantiza para usarlos en la construcción de identidad y recuperación de
la memoria. Pero se trata también de la historia de una pérdida y, en ese sentido,
trasciende las fronteras de lo doméstico para alcanzarnos a todos.
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