Thursday, June 26, 2014

La sal de la vida







"Por esos días nos dedicamos a celebrar la amistad como en los mejores tiempos. Nos  dábamos cita a horas más tempranas y llegábamos muy emperifollados, con esa disposición que produce la alegría.  Las tertulias seguían alargándose hasta bien entrada la noche, aunque no tanto como antes cuando se prolongaban hasta que despuntaba el alba.

Una de esas otras veces, mientras los invitados cantaban y departían livianamente,  me puse a recoger las copas y los trastos diseminados por doquier; los restos del pollo en escabeche, el vitel toné y la carne asada que se mezclaba con el chutney de mango y el de ciruelas, todo de producción propia, y los panecillos para los sándwiches ya algo mustios por el paso de las horas. Después  busqué el escobillón. 

Fernando pensó que lo iba a poner detrás de la puerta, pero lo que yo quería era barrer: el conjuro a esas alturas no habría producido ningún efecto. Para que las visitas se fueran temprano tendría que haberlo hecho a eso de las 10 de la noche.

Sintiéndose aludidos, los contertulios simplemente se pararon pero siguieron cantando por largo rato, ahora como un coro de mariachis. Las canciones se fueron apagando pero no la charla que siguió hasta que me ofrecí a ir a buscar unas medialunas recién hechitas de Tío Pepe, la panadería de la vuelta de la esquina.
Cantábamos lo que se nos ocurría y decíamos otro tanto y nos reíamos mostrando la campanilla. 

Los años pasaron, pasaron, como dice el valsecito.  Seguimos encontrándonos. Y, curiosamente, no cambiamos NADA! Si hasta volvemos a las mismas conversaciones, llegando a idénticas conclusiones. Empezamos a necesitar hacer, eso sí, un proceso de reconstrucción.  Siempre hay uno que recuerda las partes de las historias que nos hemos ido olvidando. De esa manera cada quien hace su aporte.  Siempre digo que la inteligencia y la memoria son colectivas.

La capacidad para olvidar nos hace repetir cuentos y anécdotas.  La novedad se mantiene y  aún más: si quien relata tiene dotes de orador, hasta puede crear tensión dramática capaz de ponernos la piel de gallina y de hacernos creer que escuchamos la historia por primera vez.

Hasta la guitarra acusa recibo del paso inexorable del tiempo. Ya algo afónica, con una cuerda menos, le cuesta salir de su funda porque el cierre está roto en un lugar estratégico que dificulta su movilidad. No obstante, acompaña, como lo ha venido haciendo desde hace quinquenios -sorda a los ruidos, desacuerdos y  entonaciones- nuestro cante vacilante pero de profundo sentimiento.

¿Dónde habrán ido las canciones?, me pregunto. La memoria, piadosa, nos ha dejado solamente alguna estrofa y mayormente los estribillos. Esto no ha servido para detenernos. Por el contrario. Es una invitación al tarareo, y así una canción puede convertirse en una suerte de juego del ahorcadito, pero de palabras no de letras… El desafío está en ir llenando los blancos y uno dice una palabra que le permite al otro completar la frase y hasta se 

plantean pequeñas discusiones, soslayadas en medio de los acordes:
Cantor/a 1 :
Me voy, amor, si hay motivo para el olvido — decímelo… (cantado)
Cantor/a 2:
¡No! (Hablado). —Si no hay motivo para el olvido — decímelo… (cantado). O se dan simpáticas sinécdoques y algunas hipérboles:
Cantor/a 1:…
que la calandria de tu pañuelo…
Cantor/a 2: …
que la paloma de tu pañuelo…
Antes, algún impaciente pedía:
Cantemos una que sepamos todos. Después, Carlos empezó a decir: Cantemos una que sepamos.
Esto es lo que encontré en uno de los cuadernos de notas. 
Cantábamos lo que podíamos, como podíamos. Pero siempre cantábamos.
La noche nos convertía en nefelibatas y recitábamos poemas (y si pienso que me estoy yendo, de pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada. 
El cielo es una red cuajada de peces sombríos. Aquí vienen a dar todos los vientos, todos); algunos  -como el chutney, de producción propia, que mezclábamos con algún takirari y con algún conato de baile, generalmente fallido. 'La cuestión aquí es la despedida: un pañuelito que se agita despacio/y una acequia por las mejillas./ Toda despedida es un pequeño luto,/como el negro de tu falda/o aquella tarde de domingo a la luz de la lluvia.’”
 Recuerdo haber hecho una solemne promesa que seguramente no cumpliré jamás: que en un próximo encuentro me verían sayando, porque es algo que  siempre me ha gustado y  me lo debo ya que – como sea-, me he venido manteniendo en pie!
—¡Qué suerte!, pienso, la de tener el amigo o la amiga que te atiende una llamada a cualquier hora; y aunque sean las 6 de las tarde de un martes organiza una reunión para las 8 y media y los invitados se quedan hasta las 3 o hasta las 5, aunque al día siguiente no les alcancen litros de café licuado con aspirinas para estar despiertos. 

Lo que parece una verdad de perogrullo es, al fin y al cabo, el alfa y el omega de la sabiduría: —El tiempo es lo único que no podemos comprar. Y es exactamente lo que los amigos te regalan, reflexiono. En la nube se me aparece Peperino Pómoro que me dice: —Y qué importantes estas palabras entonces para actuar y reflexionar en nuestras vidas con hondo tazón, y verdadero telón  y mucho sazón. Sazonar, salpimentar nuestros corazones.

A ellos, los amigos, que son la sal de la vida.