Friday, April 10, 2020

El frutero



             
Relatos en cuarentena

El frutero

      "Hoy estoy lúcido, como si estuviera a punto de morir/ y no tuviera más hermandad con las cosas/ que una despedida".
Nada le puedo agregar a Pessoa. El disfraz que me puse también fue el equivocado. Me pregunto quién estará usando el que debí haber vestido.

        Estuve sacándole el polvo a los libros de la biblioteca de la casa de mi madre. Tengo libros dispersos en cuatro lugares diferentes y tres países. Cuando comencé a viajar era una jovencita. Tenía 23 cuando pisé España por primera vez. Después el mundo se hizo más pequeño. Los jóvenes ahora no tienen miedo ni reparos en salir a conocerlo, pero cuando yo tenía 23 era todo un misterio. Si para decidir los lugares que iba a visitar consulté un atlas de la enciclopedia Hispánica y calculé el tiempo y los kilómetros que los separaban. 




En los estantes en los que hay lugar he puesto souvenires de algunos de esos viajes. Una chiva ecuatoriana a la que le falta una rueda de atrás y se le ha despegado una de las valijitas que van arriba; una madre chola del salar de Uyuni, que carga al hijo a sus espaldas y tiene un libro entre sus manos. Yo digo que le está leyendo un cuento. Una tortuga de Icaria que usa anteojos que la hacen más vieja y estoy segura que más sabia; un barquito de madera de Puerto Seguro, que convalida lo de que siempre hay un lugar; una lady green de m&m llena de bolsas de compra, acabado estereotipo de quien camina Nueva York; una gallinita de Stuttgart que me resultó querible, aunque hubiera sido más simbólico una yegua, un hada o un elfo. Las especulaciones las pienso desde mi presente.

   Entre los libros hay algunos albumes de fotos. No puedo resistir la tentación y después de limpiar los lomos con un trapo franela, abro el primero. No necesito mirarme en un espejo para saber que he envejecido. En las fotos se ven los sueños que alguna vez tuve y las ganas, cuando pensaba que nada podía detenerme.

    Me viene el descontento. 

        Tan poca resistencia opuse a los reveses. Los dejé que hicieran a su gusto y cuando ya, cansados, me daban una tregua sonreía como agradeciendo.

           El temor al odio me apocó, como intimida a un perro la tormenta. Y aunque el ardor no me dio descanso, dejé que otros tomaran lo que me correspondía. Alguien diría que me faltó valor.

   Hoy es abril. Es primavera en algún lugar. Solo como un dios negado está el frutero de la esquina. No se deje llevar por el tamaño, me dice. Las grandes son pura cáscara, me dice, al tiempo que le abre el vientre con la uña a una portentosa mandarina. Tiene razón. Del gajo herido no sale la savia. Solo algunas vesículas son de su naranja característico. Las demás son casi translúcidas. 

         En la calle casi desértica, su conversación, como mis especulaciones, en presente del indicativo me ponen feliz. La intendenta pasó por ahí y se detuvo a hacerle una pregunta. Nosotros tenemos que rebuscárnosla, me dice.

            Lo miro y me sonrío. Asiento. Lo que me dice es una verdad grande como una casa. Me alejo unos pasos y justo antes de darme vuelta para seguir camino, le respondo “sí, nosotros tenemos que rebuscárnosla”.