Monday, November 19, 2018

Rapsodia de noviembre





Nieva. Las hojas que los chopos del parque todavía conservan están pletóricas y blancas, luminiscentes. Siento una inusual alegría. 
Tengo quince años y un cassette. Es “The Game”. Freddy siempre supo ser una estrella y el mundo ya se ha dado cuenta. Es mezcla de rockabilly, funk, rock inglés. Esa es la palabra secreta. La que abre el mundo de la música. Lo que hacen Los abuelos o Virus, la María Rosa Yorio o Lerner es otra cosa. No sé qué es el funk ni tampoco el metal. (Nunca escuché Nefertiti. Tampoco a Charly y Dizzy en “Perdido”, para decirles). Sólo sé que el rock tiene que ser inglés.
Inés está extasiada con su equipo de música. Es un Pioneer. Con dos bandejas para discos y unos parlantes enormes. Tiene ecualizadores y un mezclador. Es lo más. Lo pidió de regalo de 15. Llegue a la hora que llegue a su casa, a la salida del colegio, ella está escuchando música. Y yo la escucho con ella.
No se lo que es el amor. Nunca he tenido novio pero me aprendo de memoria “…was it all wasted/all that love”. No se bien lo que significa. Una pobre percepción del habla extranjera no me permite una digna reproducción fonológica. Pero una y otra vez le pido que ponga el cassette. Escucharlo en ese equipo y a todo volúmen no tiene precio.
En la sala de cine solo hay jóvenes. Tengo ganas de decirles que aún ahora quiero montar mi bicicleta y jugar el juego, que no quiero morir, y que extraño el amor ingenuo que le profesé a escritores y artistas, a ciertas palabras como heliotropo o clepsidra y a lo que me hacía sentir ingrávida, como una hija de la mar. 
La huella de unos pasos es lo único que rompe el paisaje impertérrito de la ciudad que ya duerme. No sé si la peli es buena o no. No se siquiera si llegué a verla. Me río. Y lloro. En vos, Freddy, lloro esa primera juventud, el amor que te tengo y que vuelven ahora en el latido de mi propio corazón.

Thursday, October 4, 2018

La Bohemia


          ¡Que me lías, Javi! ¡Por favor, Javi! ¡Leches! Le dice una mujer a su hijo preadolescente, queriéndolo apurar para salir. Yo estoy ya con la mochila y el equipaje de mano esperando a que se muevan. Tengo 26, no, 27 años. Y es mi primera vez en París. Es otoño. No hay lilas en los balcones. 
          Mi cuarto de alquiler está en el segundo piso del segundo pabellón. El frío se filtra por la ventana. El baño, a compartir, es amplio y helado. Esa misma noche Patricia me invita a comer. El menú es frugal: arroz con queso y unos restos de paté con pan baguette. No tengo luz en el cuarto. Luis, cuya tupida barba denuncia sus estudios de psiquitaría, me ofrece la mitad de una vela.
          La luz de la mañana siguiente descubre los árboles dorados que se ven desde mi ventana. Me voy a vagabundear por el Hotel de Ville y llego hasta la rue Francois Miron en el Marais. Sigo andando y me siento en el jardín del Hotel de Lamoignon a fumar un cigarillo. El aire es gélido. Me meto en un bar y me tomo un café con leche que me cuesta 19 francos al pie de la barra. Una pequeña fortuna. Ya repuesta, sigo hasta el museo Carnavalet para repasar la historia de la ciudad.
          Cuando regreso a la Maison me encuentro con Francisco, aprendiz de antropólogo; con Cecilia, que ama la Historia; con unos griegos que cuentan de su viaje a Atenas y otro grupo variopinto que -fracasado un concierto coral al que habían asistido- está empeñado en entonar canciones del Tirol.
          Esa noche Pablo, que pronto se iría a Londres a seguir explorando los arcanos de la energía nuclear legándome sus más valiosas posesiones: una ollita sin su tapa, una espumadera y un cucharón, me invita a tomar sopa que regamos con un Pomerol por aquello de que “si hay hambre, que no se note”.
          Pasaron muchos días. Y uno de ellos lo trajo a Stefan, que me llevaría a comer ostras a los chiringuitos de cerca de la Biblioteca Nacional.
Yo les hablo de un tiempo que todavía recuerdo. Se me notaban las clavículas de lo flaca que estaba porque comía como un gorrión. Pero bailé tangos, recité los versos de los poetas malditos, me colé en el RR. Hablaba en el canyengue subsahariano y cantaba a voz en cuello la canciones de Starmania.
Esta historia la escribió Aznavour. De mí y para mí. Y todavía significa que éramos felices.

Friday, September 7, 2018

A ese amor. A ese pájaro dorado.


Es diciembre de 2017. Eso ya lo dice todo.
 Repasemos los hechos. Una guerra olvidada en Yemen. Los vientos de Santa Ana azuzando el fuego en California en lo que pareciera otra entrega de cine catástrofe. (Los terremotos en Irak y Micronesia, como la guerra en Yemen no cuentan. Están muy lejos. También Siria. Es una tragedia. Lo hemos asumido. Tan campantes). Nuevas cruzadas se preparan para reconquistar Tierra Santa. No se sabe bien quienes son ahora los turcos selyúcidas. Se trata de una noticia apócrifa.
Se ha perdido un submarino. Es digno de un cuento de Ray Bradbury. Los troles se divierten sin importarles que les crezca la nariz como a Pinocchio. La lista sigue.
Ya no quiero seguir bailando la danza de la destrucción.  Vení. Salgamos un rato. A tomar aire fresco. Vamos a hablar de amor.
Revisando papeles viejos encontré una carta. Casi descolorida, con una bella letra  de caligrafía. Estaba dirigida a una tal Beatriz y la firmaba un tal Juan Carlos. Su brevedad me permite transcribirla: “Amor mío: te amaré siempre. Eternamente. Te ruego que destruyas esta carta, apenas termines de leerla.”
No sé cómo llegó a mis manos. No se tampoco por qué la conservé. Esa Beatriz podía haber sido la del Dante o Beatriz Viterbo, claro. También podía haber sido yo.
Te confieso, sin embargo, que a mí se me ha dado mejor el papel de Juan Carlos.
Yo soy la que se acuerda todavía de tus ojos de mar y del bronce de tu piel.  Que despertábamos abrazados, con ganas de seguir amándonos. Era una mujer enamorada y hubiera hecho lo que fuera para tenerte en mi mundo y mantenerte allí. La misma que un día quería morirme por vos. Pero tranquilo. No te voy a molestar. No te culpo del pasado. Ya lo ves, la vida siguió así. Yo fui esa gata bajo la lluvia. La que necesitaba saber si querías ser mi amante. Yo era la que decía “no puedo vivir, si es vivir sin vos”. La vida éramos vos y yo, aunque sabíamos que había montañas en el camino.
Las mañanas de septiembre todavía pueden hacer que me sienta así. El amor de mi vida has sido y seguís siendo vos. No tengo dudas de lo que debió haber sido lo nuestro. (Siempre es buena la ignorancia. No hay consuelo en la verdad).
  Te quedaste en las canciones. Hasta en las de escaso valor literario. Para que yo pudiera escribir mi biografía.

Thursday, July 26, 2018

NEFIAC 2013: "Se robaron todo..., y se robaron a Raymundo" dice Juana Sapir en el documental de Cynthia Sabat, "FUEGO ETERNO"


La construcción de la memoria desde la ausencia

“Con la cámara una piensa que es invencible, invisible… y todo, y después, te matan” dice Juana Sapire. Se refiere a su compañero Raymundo Gleyser, detenido-desaparecido durante la última dictadura militar argentina por su compromiso militante.

Es parte del relato que registra Cynthia Sabat en su  opera prima “Fuego eterno”, que se exhibió  en la Universidad de Yale durante el segundo día del Festival. Buena parte de este documental se filmó “en el camino”. La cámara transcurre por calles de Nueva York donde Juana Sapire buscó refugio para ella y su hijo, y por algunas de Buenos Aires, cuando Juana regresa para dar testimonio en el juicio que se siguió a los responsables del centro de detención El Vesubio.

¿Qué hizo Raymundo Gleyser para merecer el destino que tuvo? Filmar películas con un alto compromiso social, dando voz a los que no la tenían. (Definitivamente hay pocas cosas más subversivas que eso). Había formado lo que se conoció como “Cine de la Base”, con la idea de llevar el cine a los protagonistas de sus películas: obreros, campesinos, pueblos originarios, y su idea era exhibir sus proyecciones en cualquier parte y con mínimos recursos. A excepción de “Los traidores” que fue el único film que dirigió de ficción, se dedicó al documental político y así vieron la luz, entre otros, “México, la revolución congelada” y “La tierra quema”.

Estas películas, al decir de Juana Sapire, eran “errantes” hasta que Liliana Mazure, presidente del Instituto Nacional de Cine de la República Argentina (Incaa) les otorgara carta de ciudadanía.

Todo el movimiento casi incesante de la cámara es un recurso que acompaña claramente la narración, y la edición y el color parecen retrotraernos a algún momento de los 70’s o de los 80´s. Ese contínuo  discurrir de las imágenes no es otra cosa que un viaje a la memoria.

Sabat recorre con los protagonistas, Juana y su hijo Diego, quienes tienen opiniones encontradas acerca del perdón a los genocidas, un camino en el que la figura de Raymundo se va armando en la ausencia y su historia crece, mientras la vida transcurre pacíficamente. Algunas escenas conmueven especialmente, como las que muestran el veredicto de los jueces de Buenos Aires, porque no se puede permanecer impasible ante lo abominable. Muy buen trabajo de Sabat, que deja ganas de más.

En la actualidad, Cynthia Sabat y Juana Sapire están trabajando en un libro sobre la vida de Raymundo.