Wednesday, December 18, 2019


Es uno de los últimos martes del año. Ha nevado en la noche. Las chimeneas de los edificios vecinos despiden bocanadas de vapor que encapotan el cielo quieto. Casi no se ve gente en la calle.(Una de las funciones terapéuticas del invierno es la de facilitar el letargo).
Un indeseado problema de conexión a la red me ha forzado a cambiar la rutina. Y como una cosa trae la otra, termino cediendo a mis propensiones. Voy a buscar un libro de la biblioteca y descubro las menudas partículas del polvo que dejó el último intento inútil de la administración de sellar las juntas del marco de las ventanas.
Y como una cosa trae la otra, empiezo a darle vueltas a los libros, como un adolescente que no se decide a abordar al objeto de su deseo. Pospongo finalmente la limpieza y termino birlándole un buen rato a los deberes. Pero no siento culpa. 
Virginia Woolf me dice al oído: “A veces he soñado que cuando llegue el Día del juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas —sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero— el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: “Mira, ésos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Han amado la lectura”.