Thursday, September 17, 2015

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : Recórcholis: Se me rompió la cámara de fotos!

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : Recórcholis: Se me rompió la cámara de fotos!: “¿Qué sería septiembre sin ti? … Pues sería sepembre.” Así estaba escrito en el muro de María Eugenia. Una simple partícul...

Recórcholis: Se me rompió la cámara de fotos!






“¿Qué sería septiembre sin ti?
… Pues sería sepembre.” Así estaba escrito en el muro de María Eugenia.
Una simple partícula, una sencilla sílaba, un pronombre algo agotado por el uso es lo que hace la diferencia. Su ausencia no sólo diluye el mes sino también anula una prometedora declaración de amor.
Lo mismo sucede si falta la sal gruesa en el pulpo o los destellos rojos en los rascacielos en la tela de un Manhattan en blanco y negro. Pensemos qué le habría pasado a Haromir Hladik sin ese minuto que le permitió rever su vida. Los ejemplos pueden sucederse al infinito.

Muchas veces se nos plantean dilemas que debemos enfrentar con decisión. Para ponerle el pecho a las balas y salir bien parados debemos ser ingeniosos como un técnico del MI6.

Desde hace varios años vengo observando un fenómeno que, de manera muy inoportuna, me afecta en los mejores momentos. No me refiero a un ataque de tos en un concierto de ópera cuando la soprano está por cantar el adagio y todo el mundo está contendiendo la respiración y las lágrimas, ni tampoco al deseo de hacer pis que se vuelve acuciante y justo cuando estamos listos para preguntar a la hierática secretaria dónde está el baño -luego de una poco prudente espera- ella nos anuncia que el gerente de recursos humanos nos va a recibir en ese preciso momento.

—¿Qué seríamos hoy sin una cámara de fotos, un teléfono celular con cámara, una cámara filmadora, una lente o cualquier dispositivo que registre y reproduzca imágenes como los que usa Ethan Hunt?
Yo diría que bien poca cosa.

Pues esa soy yo. Andando por la vida sin cámara de fotos y con un celular que, si bien tiene cámara, es veleidoso como el sol de invierno en estas latitudes, y se le ocurre dejar de funcionar cuando se le da la gana y más se lo necesita.

Así me ocurrió tan pronto llegué a Milán. En aquellos años las cámaras usaban rollos. 

Había tomado un tren desde Stuttgart y apenas había pegado un ojo porque compartía mi camarote con un joven negro (odio la expresión ‘de color’) que aspiraba a ser manager de fútbol y me estuvo hablando toda la noche de  Baggio, Trezeguet y  Batistuta). El mentado, que se llamaba Karim, me acompañó gentilmente hasta tomar la línea ‘gialla’ del metro, cuyo destino final era la Piazza del Duomo. Al salir de la estación el frío me hizo lagrimear y esas lágrimas en seguida adquirieron la consistencia de la escarcha.
Se ve que a mi cámara le pasó lo mismo porque apenas alcancé a tomar la primera foto del Duomo dejó de funcionar. Los intentos por volverla a la vida fueron vanos a pesar de la buena voluntad de kiosqueros y transeúntes que en seguida se organizaron en espontánea asamblea para debatir posibles soluciones (ya se sabe cómo son los italianos…).  El diagnóstico fue conclusivo: la máquina se había congelado y se negaba a funcionar a pesar del cambio de las pilas.

Exactamente lo mismo me ocurrió en París en el invierno del ’94. Uno de mis colegas iba a registrar el momento en que prestaba juramento solemne ante la Corte de Apelaciones, que me habilitaría para entrar a la cocina de la administración de justicia francesa. Rollo de película nuevo, pilas nuevas y el compromiso de Ignace de Loyola (tal era el nombre de pila de este colega de Guinea Ecuatorial que no debe confundirse con el santo ya que, si bien tengo mis años, no somos de la misma camada), de perpetuar tan importante ocasión. Pues nada. Nada de nada. Que la cámara volvió a empacarse y así pasó el acontecimiento sin que quedara ningún registro salvo el de los testigos del acto y sus ilustrísimas y togadas señorías.

La lista, que no voy a extender para no cansar la atención del lector, incluye el extravío del registro de la entrega del título de una maestría. (Por suerte conservo el diploma acreditativo).

El último incidente solo tiene unos días. Por su entidad, estoy convencida que más que una tendencia revela un estado. De las islas del Jónico, que estoy segura debieron ser la residencia de verano de los dioses, me he traído un par de pequeños cantos rodados blancos (de haber incrementado el número no hubiera podido mover la valija), una tortuga cenicero de Zachintos, unos ‘pastelis’ (que son unos dulces a base de miel y semillas de sésamo) de Lefkada y de Corfú, que los griegos llaman Kerkyra, unos jabones de aceite de oliva con aloe vera, lavanda y rosa, respectivamente, y una botella de licor de naranjitas japonesas. Todo para olvidar el hecho de que me dejé la batería de la cámara de fotos en alguno de los hoteles y el teléfono, como Verónica, justo se decidió a morir. Así que de fotos, nada. Otra vez nada de nada.

Si coleccionar fotografías es coleccionar el mundo, si una foto es una experiencia capturada y fotografiar es apropiarse de lo fotografiado, a mí no me queda otra que contarlo con palabras. Lo que una lente y un obturador pueden capturar en una fracción infinitesimal de tiempo me tomará a mí seguramente muchas páginas ante los fallidos intentos por atrapar la belleza en una imagen.


Pero esto no es tan malo como parece. Por el contrario. Un hecho infausto puede tener consecuencias muy buenas: de este modo se evitan que los someta a la intencionada mirada de la cámara y a un registro que -dada mi falta de expertise- no hubiera podido hacer justicia a la majestuosidad del paisaje. La foto, además, mostraría la realidad desmembrada y procuraría una prueba incontrastable. Al no tenerla, no me quedan sino las palabras. No tendré más remedio que esforzarme y apelar a su profundo significado para que sean Uds. quienes descubran y recreen el escenario. Como le gustaba decir a Aristófanes, “con las palabras la mente tiene alas”.

Thursday, June 11, 2015

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : La verdad de la milanesa: el homo oeconomicus.

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : La verdad de la milanesa: el homo oeconomicus.:         Dicen que los caminos conducen a Roma. Yo no estoy en condiciones de establecer la veracidad de la premisa. Mis pa...

La verdad de la milanesa: el homo oeconomicus.




        Dicen que los caminos conducen a Roma. Yo no estoy en condiciones de establecer la veracidad de la premisa. Mis paseos no se extienden sino por algunas cuadras pero creo que si continuara andando desembocaría en la Fontana de Trevi como me pasó cuando, en efecto, deambulaba por la ciudad eterna sin mapa y sin reloj y se me apareció de repente, así como así, y a mí casi me provoca el síndrome de Stendhal. Pero debo ser sincera: no fue por la magnificencia de su “grande bellezza”  sino porque encontré una campera de cuero color arena en una tienda de segunda mano que me quedaba como un guante. De paso, fui invitada a protagonizar una historia que hubiera podido ser de amor con un pintor callejero del que hubiera podido ser su musa pero desistí porque, por aquello de más vale pájaro en mano que cien volando, me atraía más la idea de comerme un par de buenas porciones de pizza en un restorantino de los inmediaciones.
        El hecho es que mis pasos me condujeron a un cafecito con reminiscencias francesas de la calle Brodway de la ciudad de New Haven. Digo reminiscencias porque por estas latitudes toda la gastronomía que presume de ser de otro lugar del mundo es en realidad reminiscente. 

        La noche invitaba a la delectación morosa, o en todo caso a una cerveza, y en esa línea de pensamiento me encontraba cuando escucho, proveniente de una de las mesas que estaban dispuestas en la vereda, a una joven muy buenamoza que se encontraba con un grupo de amigas o colegas igualmente bien parecidas, todas delgadas, todas caucásicas y podría asegurar que todas altas, el comentario que sigue:
¡He makes so much money! Así, con signos de admiración, pronunciando el “so” con la modulación de una soprano.
Sin tener la menor idea de quién era el buen hombre que podía hacer tanto dinero, el primer comentario que se me vino a la cabeza fue : What a F.U.C.K.!, cuya traducción voy a omitir porque puede herir la sensibilidad de gente como mi mamá.

         Una semana atrás estaba caminando por  el centro de Toronto -menos mal que no corro, porque con todo lo que me muevo ya estaría compitiendo con Forrest Gump-,  y veo estas chavalas de menos de treinta conversando en la plaza Nathan Phillips sobre una hipoteca por ochocientos mil dólares que una de ellas acababa de obtener para comprarse su primer inmueble… Entonces me dije: —¡What a F.U.C.K.!

         Algún chauvinista despistado podría llegar a decir que por casa estos diálogos serían impensables: nos encanta hablar de las bondades de la terapia lacaniana, del aceite de argán y criticar a quienes nos gobiernan que, dicho sea de paso, suministran material para tirar pa’arriba y no alcanzaría el tiempo de una generación para agotarlo.
Pues déjenme decirles que también en nuestras pampas el vil metal – o su falta- se impone como tema en muchas conversaciones, aunque hablemos en modestos pesos, desinflados o inflacionados.  Mi reacción es igual pero esta vez usando la lengua de Góngora y Quevedo.

         ¿Por qué este destino?  ¿Por qué no aprendí qué significa la variación anual del valor una acción,  qué cornos es la fecha de corte de cupón de un bono soberano y una tasa negativa? (Las únicas “opciones” que conozco se dan entre la pizza especial con anchoas o unas empanadas de carne cortada a cuchillo).

         Atribuyo este ‘déficit’  a varias circunstancias, pero a efectos de sintetizar voy a reducirlas  a dos: a una omisión curricular que espero por el bienestar de las próximas generaciones se subsane, y a una visión idealizada de la vida cuyo horizonte temporal no superaba los cincuenta años, que es la edad que nunca se piensa que va a llegar y que es cuando a una le comienzan a doler ‘cosas’.
Por todo esto me quedé con el cuento de que el hombre (y la mujer, claro), después de haberse parado sobre sus pies  devino en un animal político, al que exploraciones posteriores sobre la topografía de la psiquis -ya sugeridas por Freud -me llevaron a sumar, divertida, el sexo. Y ahora, justamente ahora, recién ahora,  vengo a descubrir, que no conforme con tantos logros, tenía que haber añadido lo de oeconomicus!!!
¡Tarde piaste golondrina!  Como ya perdí el tren, me vuelvo a leer el último caso del inspector Wallander. Le dejo a Soros todo el rollo de determinar si la fracturación hidráulica le servirá para mantenerlo astronómicamente rico.


Sunday, January 18, 2015

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : Griegos rubios, altos y de ojos celestes: realidad...

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : Griegos rubios, altos y de ojos celestes: realidad...: Un simpático artículo del New York Times del 4 diciembre de 1897 planteaba un interrogante que - se ve- formaba parte de las inquietu...

Griegos rubios, altos y de ojos celestes: realidad o ficción?




Un simpático artículo del New York Times del 4 diciembre de 1897 planteaba un interrogante que - se ve- formaba parte de las inquietudes de la época: si los Griegos que describe la literatura clásica y muestran las esculturas de Fidias, Praxiteles y Miguel Ángel habían desaparecido o no de la faz de la tierra. Los más preocupados por esta cuestiones parecían ser los teutones. A estas alturas puede decirse que los griegos por una razón u otra siempre le produjeron a los alemanes un quebradero de cabeza.  Tienen que ser su némesis, como para Sherlock Holmes el Dr. Moriarty. (Piénsese que además de su desorden fiscal, excesivo gasto público y vida – en opinión de muchos de ellos-, disoluta, entretuvieron a Hitler para que los rusos y el invierno hicieran el resto).

¿Qué pasó con esos griegos rubios, de pelo ensortijado, ojos azules, narices rectas y cuerpos esculturales que describen Platón y Aristarco de Samotracia?
A pesar de las elucubraciones y los ríos de tinta de tesis doctorales e investigaciones antropológicas y los de café, celuloide, tabaco y escarbadientes gastados no tenemos respuestas conclusivas.

Se dice que una plaga los aniquiló. El redactor del New York Times se pregunta qué pasó con los  que se fueron a Sicilia y al sur de Italia, los que vivían en Asia Menor, la Magna Grecia o  Constantinopla, que lograron preservar la pureza de la raza a pesar de los siglos de dominación turca. Los “tal vez”, “quizás” y “al parecer”, seguirán circunvalando la respuesta debido a lo incomprobable de los condicionales contra-fácticos, de valor de verdad indeterminado.

Los que vemos hoy son, en su mayoría, de pelo oscuro o atezado, nariz levantina y estatura media; que traducido significa que son morochos de pelo en pecho (en algunos casos parecen que los hubieran “tejido”), de buenas narices (Rostand diría “superlativas”), y algo petisos.

Lo cierto es que aún si lo de rubio de ojos azules fuera mero convencionalismo, (mi amigo Andonis afirma que a esos todavía se los encuentra en un enclave en India a donde llegaron con Alejandro de Macedonia, y que andan 'encubiertos') los griegos, de cualquier color o tamaño de nariz, ya como armadores o estibadores de puerto, pescadores de pulpos en Creta o intérpretes del clarinete o el buzuki, errantes o pastores, siguen alimentando las fantasías de miles de mujeres -y de hombres-, en todo el orbe. Y si queremos darles -o quieren darse- un toque “clásico”, la industria cosmética nos brinda infinidad de afeites para alcanzar el objetivo.