Tuesday, December 10, 2013

¡Abajo los corsés! (primera parte)

Venimos al mundo esencialmente libres, curiosas y juguetonas pero luego, resultado de la “institucionalización” o del disciplinamiento - si se me permiten los términos-, nos calzamos el corsé (corset en su versión francesa) que –se ve- no solamente tenía por objetivo “contener” a la cintura sino reducir el tamaño del cerebro.

Los historiadores de la moda encuentran su origen en el siglo XIV, como derivación de la “cota de malla” usada como arma defensiva del cuerpo, originalmente de cuero y guarnecida con anillos de hierro o cabezas de clavos y, después, de mallas de hierro entrelazadas. Hablamos de la vestimenta de los caballeros templarios, de Arn Mangusson o Ivanhoe, que andaban agotados por arrastrar semejante peso.

 Los primeros corsés estaban hechos con dos partes de una túnica rígida de lino acartonada con una pasta, con lazos que ataban la parte delantera con la de atrás al cuerpo. Para más ilustración véase los ejemplos de la pintura medieval. (Aunque todos sabemos que ¡la mujer no es como la pintan!)

En el siglo XVIII, el adminículo ya oprimía el talle a fin de destacar la pechuga que, por cierto, en las mujeres petisas y algo robustas les parecía salir directamente del cuello. Tal el caso de la princesa Fiona.
El ideal de la apariencia física pretendía emular la forma de un reloj de arena. Pese a la incomodidad asociada el corsé resultó muy eficaz para despertar la concupiscencia y las bajas pasiones.
¡La de novelas que leí a la siesta, en las que personajes como el de Florence d’Avignon, próxima al dueño de su corazón, respiraba agitadamente mientras la blancura aporcelanada de sus pechos, que subían y bajaban sin cesar, daba paso a un color encarnado que enloquecía a su enamorado y lo hacía arder en deseos de la pasión amorosa! Yo pensaba entonces que esos franceses eran unos disolutos. En realidad, la duquesa de Avignon estaba luchando afanosamente por respirar. (En aquellas épocas una mujer podía seducir solamente con su respiración. Los tiempos modernos exigen un poco más de esfuerzo).

La sensualidad que provocaba extendió la popularidad del corsé al siglo XIX. Algunos expertos –no tengo claro expertos en qué- comenzaron a señalar que podían causar deformaciones en las costillas y, peor aún, crear serios riesgos para la salud, como la tuberculosis. El sugerente título del libro de Charles Dubois de 1857 no deja dudas: “Examen de cinco plagas: los corsés, el tabaco, el juego, el abuso del alcohol y la especulación ilegal”. Algunas truculentas historias contribuyeron a su paulatino abandono, como la de la joven de 21 años que murió, sin causa aparente, descubriéndose en la autopsia que las costillas, oprimidas por el corsé, le habían perforado el hígado.

Era cuestión de tiempo que apareciera el corpiño.
En 1863 Luman Champman, vecino de Camdem, New Jersey, (EEUU) obtuvo la primera patente de lo que describió como corsé substituto, el moderno “sostén”, con tazas para los pechos y sostenido con una banda elástica en la espalda (Así, en la fotografía).

El actual tiene poco que ver con su tatarabuelo. Se sostiene con ballenas y de tanto en tanto, la moda los actualiza como prenda exterior. Eso pasó a mediados de los ’80. Yo tenía una boda, nada qué ponerme y ni un minuto para pensar en mi trousseau porque estaba preparando mis últimos exámenes en la facultad de Derecho. Mi amiga Nori, de generosa delantera, me prestó su “bustier”. 
Una poca alimentación sumada al estrés de los exámenes me habían dejado extremadamente delgada y las tasas del corsé me quedaban arrugadas como pasas de uva. Había que usar la imaginación.
De camino a la fiesta, mi enamorado, ante quien yo todavía conservaba todos los pudores de la inexperiencia, acercando tímidamente su mano a la altura de mi pecho dijo: —Tenés una hilacha!, y empezó a sacar una tirilla de algodón que parecía no tener fin. En medio de su estupor, lo único que atiné a decir fue: “ ¡Magiaaaaaa!”








Thursday, November 21, 2013

Nosotras y la testosterona


Las investigaciones han demostrado que el cerebro del hombre es diferente del de la mujer. El escáner y las resonancias magnéticas han permitido conocer más y ver el cerebro en pleno funcionamiento. Sobre el tamaño no voy a emitir juicio, ya que he conocido personas de ambos sexos y de diversa identidad sexual que parecen tenerlo del tamaño de un mosquito, o que directamente son cabeza de chorlito.

Lo que si se ha demostrado es que la inteligencia emocional es mayor en las mujeres, porque tenemos la habilidad de captar matices emocionales y empatía. (aunque haya algunas excepciones, ya que he conocido algunas congéneres sin tales habilidades). Esto se atribuye a que el hipocampo en la mujer es ligeramente más grande que en el hombre, y es el que lleva el registro de las emociones. Esto nos lleva, de inmediato, hacer algunas apreciaciones.

a) Por un lado, podemos ver el uso de la palabra “hipocampo” en contexto. (Desde niña me gustaron los caballitos de mar, pero desde que crecí no he tenido oportunidad de usarlos en ninguna de mis conversaciones).
b) Esto también permite comprender por qué si una mujer discute con su marido, él en seguida olvidará el motivo de discusión pero no pasará lo mismo con aquella, que lo seguirá recordando 10 años después. El ejemplo no es mío sino de una famosa profesora de la Universidad de California, que antes enseñó en Harvard.

  La suscripta, en su condición de ciudadana “de a pie” (nunca mejor dicho, porque quien me conoce sabe que no conduzco), no está en condiciones de rebatir lo del funcionamiento del hipocampo (lo puedo usar otra vez!), pero cree que el ejemplo es poco feliz porque eso hablaría de rencor, lo que es harina de otro costal. Además, es muy probable que el motivo de discusión se haya debido a algo que el marido quiere olvidar de inmediato por mera conveniencia pero que a la mujer no le sea sencillo olvidar…Uds. saben a qué me refiero.

También se dice que los cerebros de los b.b. son unisex hasta las 8 semanas de gestación, y  que a partir de allí comienzan a diferenciarse:  los niños empiezan en ese momento a producir altos niveles de testosterona que “marinan” todas las células cerebrales, entre ellas la que desarrolla el instinto sexual y la agresión, lo que explicaría por qué los hombres sólo piensan en “eso” y en andar inventando guerras.
En el caso de las mujeres, libres de la tal testosterona, el impulso sexual se manifestará en el deseo de arreglarse y verse lindas, comprarse ropa, etc.
Esta aseveración puede ser admitida como cierta si pienso en la escena que se está desarrollando en la mesa contigua del café desde donde esto escribo: dos “indolescentes”, como diría César Bruto, que se toman de las manos cuando dejan de revisar sus teléfonos celulares. Él le dice algo y ella ríe, ríe y ríe, y, coqueta, se mueve para todos lados. Sube una pierna y la acuclilla sobre la silla, mostrando un pedazo de su delgadísima rodilla que se escapa por el tajo del pantalón de jean. Menea la cabeza y su pelo, recogido en una cola alta, se mueve listo para deshacerla. Él la mira fijamente, le sigue diciendo cosas y ella, que no para de reírse y de balbucear frases ininteligibles a causa de esa risa, se sigue moviendo para todos lados. Entonces él, de un salto, se levanta y abalanzándose sobre ella, literalmente, la besa, con actitud de embestida. Nada mejor que la evidencia para probar una teoría.
Sin embargo, y pese a la evidencia, yo soy un acabado ejemplo que puede contradecirla, al menos en parte. En efecto, en cuanto al deseo de comprarme ropa (¡y ni qué decir si se trata de zapatos o carteras!), definitivamente mi impulso sexual goza de  perfecta salud, pero en lo que se refiere al deseo de arreglarme… ni modo. Basta como ejemplo el hecho de no haber sucumbido a una de las muestras de acicalamiento mas populares por estas latitudes: no solo no tengo uñas postizas, ni me pego esas tiras adhesivas  con motivos diversos, que pueden ser verdaderas obras de arte, sino que ni siquiera uso laca para las uñas, y si se me pregunta cómo me siento más cómoda, la respuesta es: con ropa de gimnasia (preferiblemente calzas, como ya manifesté), una sudadera amplia y unos tenis. Esto puede no parecer tan malo, pero el hecho es que disto mucho de parecerme a Sweet Caroline (me refiero a Wozniacki), y jamás podré lucir “arreglada” como ella con ese atuendo.

Lo cierto es que pese a todos estos descubrimientos, a los concienzudos estudios que se hacen sobre el comportamiento, a los análisis cuali/cuantitativos, etc…, algunos cronistas de las secciones de sociedad o vida diaria de los suplementos femeninos de revistas y periódicos reconocidos de los mas variados lugares de Hispanoamérica (y aquí incluyo a los EEUU en su versión hispanoparlante), se empeñan por seguir reproduciendo estereotipos que han demostrado 1) su obsolescencia, 2) su pobreza como modelo a seguir, 3) su corto alcance. Los títulos y temas que proponen son de un pintoresquismo alucinante: “Las 5 maneras de satisfacer a un hombre”; “Cómo saber si sos mala en la cama”; “El quiere sexo a la mañana”…  y muchas mas, de ese tenor, igualmente inefables. Ya nos iremos refiriendo a cada una de ellas. Por lo pronto, y con esto me despido, es interesante tener presente lo que piensan “ellos”. Una encuesta publicada en una conocida revista de EEUU orientada al público masculino heterosexual señaló que cuando se les preguntó a los hombres que rasgos de la personalidad eran importantes a la hora de decidir si una mujer era “materia para una relación”, el 34%  expresó: el sentido de la lealtad; un 23% eligió “el sentido del humor”; un 21%, el sentido de protección y cuidado y otro 21%, la inteligencia. (Fuente: The Great Male survey, 2010; askmen.com). Recientes encuestas corroboran estos guarismos. Conste que esto no lo digo yo. Lo dicen “ellos”. 


Bandas adhesivas para las uñas






















Friday, November 1, 2013

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : Memorias de una geisha (II Parte)

Fabiola Rinaudo. Crónicas mundanas. : Memorias de una geisha (II Parte): Antes que nada quiero reivindicar las segundas partes, muy depreciadas y de dudosa fama, abonada por una seri...

Memorias de una geisha (II Parte)





Antes que nada quiero reivindicar las segundas partes, muy depreciadas y de dudosa fama abonada por infinitos ejemplos de intentos fallidos que llevaron a consagrar la frase: “Nunca segundas partes fueron buenas…”, olvidando que las segundas partes pueden a) ser conclusivas de las primeras; b) tratarse de re-ediciones mejoradas, o c) ser un giro de la historia que cambia radicalmente su curso. Muchos consideran, por ejemplo, que el Padrino II es la mejor película de la trilogía de Coppola o que El Caballero Oscuro, secuela de Batman Begins (2005) es la mejor película de superhéroes jamás filmada. Sin irnos a Hollywood, conozco un par de casos de reencuentros, luego de estruendosas separaciones, que resultaron en felices y maduros revivals, porque se ve que sus protagonistas algo aprendieron acerca de sí mismos en el interregno.

Ya que menciono lo del aprendizaje, quiero confirmar lo que muchos pueden suponer: de los rituales y comportamientos de una geisha, he aprendido poco. Encuentro los patrones culturales del Japón de difícil seguimiento para mi (aún) indómito espíritu, y algo rígidos en lo que se refieren a mi sexo. Me veo, en todo caso, como un rebelde samurái,  una especie de Zatoichi que vaga por los campos y que usa su katana para partir alguna sandía que habrá de comer al costado del camino. Yo se que esto sería un sacrilegio para un samurái, pero por suerte Tarantino con sus Kill Bill amplió las posibilidades de uso de cuchillos y armas ceremoniales japonesas. 

Además, en vez de bailar las recatadas danzas con abanicos, con la discreción que impone el kimono (palabra que al decir del señor Portokalos, viene del griego “jimonas”), dando pasos cortos sobre un tatami, apenas maquillada y más entalcada, con un corazón pintado sobre la boca en rojo furioso o una especie de bigotito tipo Chaplin, prefiero la expresividad del Butoh, que –desnuda o pintada, con movimientos expresivos e imaginativos, te lleva hacia la oscuridad y hacia los recónditos pliegues de la existencia, y te permite convertir en distintos cuerpos y figuras. Allí reina la improvisación (que definitivamente es lo mío), mostrando las transiciones en los estados de ánimo (mudanzas a las que también estoy inclinada).

Sin embargo, hay en todo eso del respeto a las tradiciones, de la honra hacia los mayores, del concepto del honor, de la economía de los gestos, del valor del trabajo o de la consideración del otro que muestra la cultura nipona, un enorme atractivo, que no puede pasarse por alto. Y que puede observarse en todos los niveles, ya se trate de las actividades criminales de la yakuza, del sashimi que prepara un chef o, hasta donde se, del mismísimo emperador (el cómo lo conocí será parte de otra historia…). Mi falta de contactos con representantes de la yakuza y el bajo mundo nipón (aunque siempre es posible encontrarlos si una se esfuerza por iniciarse en actividades al margen de la ley), no me permite confirmar que esto subsista en la actualidad, dado que la juventud está cada día más irreverente, pero leí, y lo vi en infinidades de películas, que en un pasado no lejano, la violación del código de honor criminal merecía un castigo que comenzaba por infligírselo el propio autor sobre su persona (cortándose, por ejemplo, el dedo meñique).

En la misma línea, aunque con códigos y procederes distintos, están los cocineros de un autentico restaurante de sushi o de una parrilla hibachi, que son, para mí, la 8va maravilla. Verdaderos artesanos, tan diestros como los guerreros en el manejo de los cuchillos, pueden sacar de un maguro (atún), unos filetes casi traslúcidos para preparar un sashimi que se derrita en la boca, o asar la merluza negra y emulsionarla en una salsa teriyaki para hacer un banquete epicúreo. Pueden, además, hacer malabares con los cuchillos como los artistas marciales con el nunchako y, como en el circo, lanzar llamas con sabor a sake. Y hacer flores de las remolachas y abanicos de las naranjas. 




Lo de los códigos me hace evocar un curso de inglés que tomé en la Universidad de Toronto. Cómo Julia, de la Rusia Central, y yo caímos en un grupo de profesores nipones es todavía un gran misterio. 

Yo me sentía observada todo el tiempo por la rama masculina, pero, eso sí, con extremo sigilo. Para no ser menos, yo hacía lo mismo. Huelga decir que sin tanto disimulo. Sus rasgos, la forma de los ojos, esas frentes claras y el pelo oscuro, resultaban de una belleza extraordinaria. También sus maneras. Cuando debíamos hacer tareas en grupo o parejas, podía notar cierto prurito al tener que dirigirse a mi con la familiaridad occidental, mirando directamente a la cara, impúdicamente. Cuando los chicos del grupo se dirigían a mí bajaban la vista. Lo mismo cuando debían entregarme un libro o pasarme una hoja de apuntes: lo hacían con el mayor cuidado, casi siempre usando las dos manos y con una leve inclinación de cabeza. Sin tener en claro las razones ni la dietética del comportamiento nipón, haciendo gala de una oportuna perspicacia -como dice el dicho “allí donde fueres, haz lo que vieres”, comencé a imitar esas maneras, y de un día para otro, me vi bajando la vista si Ryo se dirigía a mí  y e inclinándome con todo respeto si Yukio me entregaba un libro, al tiempo que estiraba las dos manos para recibirlo. Esto, que parece de lo más sencillo, no lo es tanto. Es muy difícil mantener la vista baja cuando no se está acostumbrado y controlar el revoleo natural de los ojos… Siempre pasa, por otra parte, que si debemos fijar la vista en un punto lo que queremos es, por el contrario, hacerla derivar hacia todos los que están en derredor. El trámite de la inclinación del cuerpo, a su vez, me causaba terror. Yo tenía la fantasía de que al agacharme me iba a pinzar el nervio ciático e iba a quedar encorvada como algún personaje de un cuento de Margarite Yourcenar.


Finalmente, como buen Dragón de madera que soy no me es fácil permanecer impasible como un copo de nieve, ya que, en todo caso, mi temperamento más que agua de estanque tiene los pliegues del mar. El experimento, en consecuencia, terminó al cabo de unos días, dejando paso a nuestro verdadero ser, y cada quien siguió siendo como era. O casi. Ya que al menos yo, aunque jamás lo sea, me sentí geisha por un rato.


Tuesday, October 15, 2013

Memorias de una geisha (... o de un luchador de Sumo). Primera parte






El tenue color rosado de una nube que brillaba con el sol del crepúsculo me retrotrajo a mi primer día como estudiante de “sumi –e” en el querido y nunca bien ponderado Centro Cultural Rojas, de la siempre arcana Buenos Aires. Tenía todos los ingredientes, es decir, los utensilios: el pincel especial, de mango largo, la piedra para moler la tinta, el pequeño recipiente para prepararla y el papel de almacenero, listísimo para que mi mano le imprimiera la forma de un bambú, de una golondrina o de un loto. Si hasta me había estado ejercitando, ataviada con el kimono rojo que me había traído mi tía Franca de Australia -y  que hacía las veces de salto de cama o robe de chambre (para los que no tienen ni jota de idea qué es un salto de cama)-, a sostener con el brazo izquierdo el codo derecho, doblando la manga, de modo de facilitar las pinceladas, que debían ser hechas en todo momento a mano alzada, con el pincel cargado con la precisa cantidad de tinta.

De esa primera clase no me quedan demasiados recuerdos. Solamente que el resultado final no fueron ni grullas en vuelo ni briznas de hierba, sino unos manchones que podían pasar por las figuras de Rorschach, que estoy segura que se decidió a hacer el test porque le fue como a mí en el curso de pintura japonesa. 
Para evitar que alguno de mis amigos o amigas, muy dados a las interpretaciones sicoanalíticas, pudieran encontrar esas “manchas”, sugerentes, y me diagnosticaran una “fijación vulvar” o, peor aún, esquizofrenia, es que opté por su reciclado y puse de inmediato mis primeras obras en la basura. Con ellas irían a encontrarse las segundas y las siguientes, hasta que la plena conciencia de mi inutilidad para esos menesteres, me llevara a una airosa retirada. La profesora, una japonesa algo mayorcita, muy dulce y muy paciente, todavía me agradece.

Otro tanto sucedió con las clases de bonsai en el Jardín Japonés. Esas pequeñas incisiones en raíces y ramas y la conciencia de que mi impericia podía causar daños irreversibles a un organismo vivo, como es un árbol, cuyo crecimiento queremos controlar, me convencieron de que ninguna forma de cirugía es para mí… así que también excluí la taxidermia de la lista de posibles actividades recreativas.

No me quedaban demasiadas opciones en mi afán por interiorizarme de la cultura milenaria del Imperio del Sol Naciente, pero no cedí, y me dediqué a contemplar las libélulas y el rostro de la luna de verano. En este sentido, debo confesar que es mucho más sencillo ver la cara de la luna, a pesar del smog, que encontrar una libélula en Buenos Aires, pero como soy perseverante, destiné largas horas de la tarde a una metódica como infructuosa búsqueda.

Con ese mismo espíritu pensé que iba a poder emular a las geishas. En todo caso, debería aclarar, con la idea que podía tener entonces de lo que eran las geishas. Señoras del placer sagrado, hacedoras de la felicidad, de hilos tan finos como el encaje Richelieu, diestras en la danza, la música y el canto, y en las sutiles formas de la seducción.
A mí lo del baile se me daba muy bien y eso, definitivamente, era un punto a favor. En cuanto a la música, podía defenderme tocando el feliz cumpleaños con la flauta dulce o “La montaña”, del brasileño Roberto Carlos, así que estaba salvada, y, en cuanto al canto, en todo caso, los que no iban a salvarse eran los oyentes. Además, teníamos algo - otra cosa- en común las geishas y yo: los pies pequeños (por eso siempre fue difícil encontrar los zapatos que me gustaban, porque no los tenían en mi talle). Finalmente, siempre me gustó el té y puedo servirlo haciendo toda una ceremonia.
Las geishas, en la imagen que yo me había hecho de ellas, eran dóciles, sumisas y tenían, sobre todo, una gran presencia y disposición de ánimo. Y estos atributos, casualmente, tenían una alta cotización para el universo masculino. De poseerlos, pensé, iba a adquirir, automáticamente, el valor de una acción de una compañía petrolera (me refiero a alguna de las Siete Hermanas).
Así que mi proyecto fue convertirme en un ser tenue como una mariposa, tan suave como la seda y solícito como cualquier hombre pudiera soñar. Y aclaro que hice el esfuerzo: de poner buena cara cuando el novio de entonces llegaba a las mil y quinientas o me dejaba literalmente plantada porque se había quedado jugando al billar con sus amigos, al truco o al scrabble (que era lo que me decía). Y, en el mismo sentido, me quedaba tranquila como un océano de jade, mirando toda la santa tarde del domingo la serie ininterrumpida de partidos de fútbol de los campeonatos locales, de los países vecinos, y de la Unión Europea. Eso, sin mencionar el boxeo de los sábados por la noche o las carreras de Fórmula 1 de los domingos por la mañana.

Ese afán, pese a todo, no estaba destinado a durar (como el sumi-e). Y la mariposa quedó en capullo. A poco de andar nomás, mis reacciones, de agua de estanque, pasaron a adquirir formas marciales y, en ocasiones, llegaron a tener las dimensiones de las batallas de los ejércitos de Kurosawa en Ran.


Así que esas cualidades de la discreción, la paciencia y el recato, si sembradas, no llegaron a convertirse en hábito y, por ende, en virtudes, sino que quedaron allí, en el limbo de las restantes virtudes que jamás tendré, y fue así como el caballero que quiso quedarse a mi lado, debió aceptarme tal como soy, llena de imperfecciones y flaquezas, como toda diosa que se precie, y tuvo que aceptar la negociación como el mecanismo que nos posibilitaría hacer algo juntos y así “vernos” un rato los fines de semana (!cosa que no está asegurada pese a la convivencia!), y así, no tan suavemente como hubiera deseado, con una pizca de luchador de sumo, me convertí en esa geisha que soñé ser, más “al uso nostro” que al de las auténticas, pero geisha al fin.

Siguiendo con esta línea evocativa, me despido tarareando las bellas palabras de la señora Yokohito, ilustrándonos sobre la delicada ciencia de los arreglos florales, en esta “Ikebana”, de los geniales Les Luthiers:

“Ikebana, Chou En-Lai,
harakiri, tobogán,
camiseta, Chang Kai-Shek, panzón.
Mata Hari, salpicón,
Honolulu, Tucumán,
Walkie-talkie, chimpancé, ping-pong.
Neuquén.”

Hasta la próxima.