Thursday, October 4, 2018

La Bohemia


          ¡Que me lías, Javi! ¡Por favor, Javi! ¡Leches! Le dice una mujer a su hijo preadolescente, queriéndolo apurar para salir. Yo estoy ya con la mochila y el equipaje de mano esperando a que se muevan. Tengo 26, no, 27 años. Y es mi primera vez en París. Es otoño. No hay lilas en los balcones. 
          Mi cuarto de alquiler está en el segundo piso del segundo pabellón. El frío se filtra por la ventana. El baño, a compartir, es amplio y helado. Esa misma noche Patricia me invita a comer. El menú es frugal: arroz con queso y unos restos de paté con pan baguette. No tengo luz en el cuarto. Luis, cuya tupida barba denuncia sus estudios de psiquitaría, me ofrece la mitad de una vela.
          La luz de la mañana siguiente descubre los árboles dorados que se ven desde mi ventana. Me voy a vagabundear por el Hotel de Ville y llego hasta la rue Francois Miron en el Marais. Sigo andando y me siento en el jardín del Hotel de Lamoignon a fumar un cigarillo. El aire es gélido. Me meto en un bar y me tomo un café con leche que me cuesta 19 francos al pie de la barra. Una pequeña fortuna. Ya repuesta, sigo hasta el museo Carnavalet para repasar la historia de la ciudad.
          Cuando regreso a la Maison me encuentro con Francisco, aprendiz de antropólogo; con Cecilia, que ama la Historia; con unos griegos que cuentan de su viaje a Atenas y otro grupo variopinto que -fracasado un concierto coral al que habían asistido- está empeñado en entonar canciones del Tirol.
          Esa noche Pablo, que pronto se iría a Londres a seguir explorando los arcanos de la energía nuclear legándome sus más valiosas posesiones: una ollita sin su tapa, una espumadera y un cucharón, me invita a tomar sopa que regamos con un Pomerol por aquello de que “si hay hambre, que no se note”.
          Pasaron muchos días. Y uno de ellos lo trajo a Stefan, que me llevaría a comer ostras a los chiringuitos de cerca de la Biblioteca Nacional.
Yo les hablo de un tiempo que todavía recuerdo. Se me notaban las clavículas de lo flaca que estaba porque comía como un gorrión. Pero bailé tangos, recité los versos de los poetas malditos, me colé en el RR. Hablaba en el canyengue subsahariano y cantaba a voz en cuello la canciones de Starmania.
Esta historia la escribió Aznavour. De mí y para mí. Y todavía significa que éramos felices.