Friday, November 1, 2013

Memorias de una geisha (II Parte)





Antes que nada quiero reivindicar las segundas partes, muy depreciadas y de dudosa fama abonada por infinitos ejemplos de intentos fallidos que llevaron a consagrar la frase: “Nunca segundas partes fueron buenas…”, olvidando que las segundas partes pueden a) ser conclusivas de las primeras; b) tratarse de re-ediciones mejoradas, o c) ser un giro de la historia que cambia radicalmente su curso. Muchos consideran, por ejemplo, que el Padrino II es la mejor película de la trilogía de Coppola o que El Caballero Oscuro, secuela de Batman Begins (2005) es la mejor película de superhéroes jamás filmada. Sin irnos a Hollywood, conozco un par de casos de reencuentros, luego de estruendosas separaciones, que resultaron en felices y maduros revivals, porque se ve que sus protagonistas algo aprendieron acerca de sí mismos en el interregno.

Ya que menciono lo del aprendizaje, quiero confirmar lo que muchos pueden suponer: de los rituales y comportamientos de una geisha, he aprendido poco. Encuentro los patrones culturales del Japón de difícil seguimiento para mi (aún) indómito espíritu, y algo rígidos en lo que se refieren a mi sexo. Me veo, en todo caso, como un rebelde samurái,  una especie de Zatoichi que vaga por los campos y que usa su katana para partir alguna sandía que habrá de comer al costado del camino. Yo se que esto sería un sacrilegio para un samurái, pero por suerte Tarantino con sus Kill Bill amplió las posibilidades de uso de cuchillos y armas ceremoniales japonesas. 

Además, en vez de bailar las recatadas danzas con abanicos, con la discreción que impone el kimono (palabra que al decir del señor Portokalos, viene del griego “jimonas”), dando pasos cortos sobre un tatami, apenas maquillada y más entalcada, con un corazón pintado sobre la boca en rojo furioso o una especie de bigotito tipo Chaplin, prefiero la expresividad del Butoh, que –desnuda o pintada, con movimientos expresivos e imaginativos, te lleva hacia la oscuridad y hacia los recónditos pliegues de la existencia, y te permite convertir en distintos cuerpos y figuras. Allí reina la improvisación (que definitivamente es lo mío), mostrando las transiciones en los estados de ánimo (mudanzas a las que también estoy inclinada).

Sin embargo, hay en todo eso del respeto a las tradiciones, de la honra hacia los mayores, del concepto del honor, de la economía de los gestos, del valor del trabajo o de la consideración del otro que muestra la cultura nipona, un enorme atractivo, que no puede pasarse por alto. Y que puede observarse en todos los niveles, ya se trate de las actividades criminales de la yakuza, del sashimi que prepara un chef o, hasta donde se, del mismísimo emperador (el cómo lo conocí será parte de otra historia…). Mi falta de contactos con representantes de la yakuza y el bajo mundo nipón (aunque siempre es posible encontrarlos si una se esfuerza por iniciarse en actividades al margen de la ley), no me permite confirmar que esto subsista en la actualidad, dado que la juventud está cada día más irreverente, pero leí, y lo vi en infinidades de películas, que en un pasado no lejano, la violación del código de honor criminal merecía un castigo que comenzaba por infligírselo el propio autor sobre su persona (cortándose, por ejemplo, el dedo meñique).

En la misma línea, aunque con códigos y procederes distintos, están los cocineros de un autentico restaurante de sushi o de una parrilla hibachi, que son, para mí, la 8va maravilla. Verdaderos artesanos, tan diestros como los guerreros en el manejo de los cuchillos, pueden sacar de un maguro (atún), unos filetes casi traslúcidos para preparar un sashimi que se derrita en la boca, o asar la merluza negra y emulsionarla en una salsa teriyaki para hacer un banquete epicúreo. Pueden, además, hacer malabares con los cuchillos como los artistas marciales con el nunchako y, como en el circo, lanzar llamas con sabor a sake. Y hacer flores de las remolachas y abanicos de las naranjas. 




Lo de los códigos me hace evocar un curso de inglés que tomé en la Universidad de Toronto. Cómo Julia, de la Rusia Central, y yo caímos en un grupo de profesores nipones es todavía un gran misterio. 

Yo me sentía observada todo el tiempo por la rama masculina, pero, eso sí, con extremo sigilo. Para no ser menos, yo hacía lo mismo. Huelga decir que sin tanto disimulo. Sus rasgos, la forma de los ojos, esas frentes claras y el pelo oscuro, resultaban de una belleza extraordinaria. También sus maneras. Cuando debíamos hacer tareas en grupo o parejas, podía notar cierto prurito al tener que dirigirse a mi con la familiaridad occidental, mirando directamente a la cara, impúdicamente. Cuando los chicos del grupo se dirigían a mí bajaban la vista. Lo mismo cuando debían entregarme un libro o pasarme una hoja de apuntes: lo hacían con el mayor cuidado, casi siempre usando las dos manos y con una leve inclinación de cabeza. Sin tener en claro las razones ni la dietética del comportamiento nipón, haciendo gala de una oportuna perspicacia -como dice el dicho “allí donde fueres, haz lo que vieres”, comencé a imitar esas maneras, y de un día para otro, me vi bajando la vista si Ryo se dirigía a mí  y e inclinándome con todo respeto si Yukio me entregaba un libro, al tiempo que estiraba las dos manos para recibirlo. Esto, que parece de lo más sencillo, no lo es tanto. Es muy difícil mantener la vista baja cuando no se está acostumbrado y controlar el revoleo natural de los ojos… Siempre pasa, por otra parte, que si debemos fijar la vista en un punto lo que queremos es, por el contrario, hacerla derivar hacia todos los que están en derredor. El trámite de la inclinación del cuerpo, a su vez, me causaba terror. Yo tenía la fantasía de que al agacharme me iba a pinzar el nervio ciático e iba a quedar encorvada como algún personaje de un cuento de Margarite Yourcenar.


Finalmente, como buen Dragón de madera que soy no me es fácil permanecer impasible como un copo de nieve, ya que, en todo caso, mi temperamento más que agua de estanque tiene los pliegues del mar. El experimento, en consecuencia, terminó al cabo de unos días, dejando paso a nuestro verdadero ser, y cada quien siguió siendo como era. O casi. Ya que al menos yo, aunque jamás lo sea, me sentí geisha por un rato.


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