Monday, September 1, 2014

Laissez les bontemps rouler ("Dejad que los buenos momentos duren")



Laissez les bontemps rouler  ("Dejad que los buenos momentos duren")

Laissez les bontemps rouler  ("Dejad que los buenos momentos duren")

 

Hay una casa en New Orleans; la llamamos la casa del sol naciente. No se confundan. No se trata de aquella de la que habla la canción, aunque creo que debe estar en el mismo barrio. La bautizamos así porque apenas cruzar su umbral se veía una enorme bandera de la Armada Imperial Japonesa, algo roída por el uso y el tiempo.

La historia dirá que caímos allí por casualidad. Pero tal cosa no existe. Leímos las señales y el cielo nos marcó el camino.

Durante muchos años, presa de fervor juvenil, me sentía cansada con la espera. Quería que las cosas sucedieran en el mismo momento en que las pensaba. Y me encabronaba si no se concretaban prontamente (¡lo que ocurría la mayoría de las veces!).

Ahora, simplemente me digo que llegan en el momento justo.

 

Esta es la historia de cómo descubrimos el jazz.

Es que el jazz, como el tango, y tantos otros ritmos populares, está siempre en fuga. Nacido extramuros, entre los desclasados, los ambientes nocturnales o lupanarios, obtiene luego carta de ciudadanía y sale por el mundo en latas, paquetes e imanes para las heladeras. Pero su espíritu vaga cerca de la ribera del Delta del Mississippi (o en alguna esquina poco iluminada del centro de Chicago).

 

Habíamos ido en su busca, al mejor estilo Hiram Bingham, pero solo encontramos alguna referencia histórica en la Plaza del Congo. En el Barrio Francés de la ciudad vieja se oía la música que salía de todos los bares y restaurantes intercalados entre las galerías de arte y los negocios de venta de suvenires. Un poco aturdidos por el bullicio y el gentío, nos perdimos en la cola de un restaurante para probar las ostras al uso del país y el cangrejo empanado, frito a tan alta temperatura, ¡que se lo come caparazón y todo!  “Estás comiéndote el mar, y nada más que el mar”, pensamos y eso nos distrajo por un buen rato. Después de todo, estábamos felices.

Después volvimos a perdernos por las calles hasta que las voces y la música se fueron apagando y las callecitas oscureciendo. En alguna esquina algún debutante rasgaba unas notas con una guitarra o una trompeta ante un ralo auditorio que, tirado en la vereda, se ocupaba de liarse porros o estaba durmiendo la mona.

Seguimos caminando, sintiendo eso que seguramente sienten los aventureros o los investigadores cuando están cerca de un hallazgo.  O tal vez era un poco de miedo por deambular por la ciudad que el taxista sikh que nos recogió en el aeropuerto aseguró que era más corrupta y violenta que Bombay.

Cuando estábamos doblando en una esquina, vimos un hombre muy alto y rubio que venía haciendo eses por mitad de la calle. Apenas podía mantenerse en pie. Cuando estuvo cerca, se aproximó de manera abrupta y cayendo sobre nosotros, nos dijo en lenguaje críptico: “Tienen que ir al lugar japonés”. Y dejando en el aire el olor sudoroso del whisky, se marchó dando trancos, siempre sinuosos, y en seguida se perdió en la noche.

Lo más sensato es no prestar atención a este tipo de comentarios, pero la curiosidad mató al gato… Es que por casa se dice que los borrachos y los niños tienen razón.

 De nada sirvieron los atractivos nombres ni el ambiente invitador de los bares que recorrimos. Teníamos un objetivo y no queríamos que nada nos distrajera.

Nuestra constancia finalmente se vio premiada y apareció ante nuestros ojos con letras pequeñas, de molde, un nombre nipón, debajo del que colgaba una luz con forma de trompeta azul y roja sobre la que se leía la palabra bar.

Entrar y enamorarnos fue todo uno. El salón, aunque no era muy grande, tenía una larga barra. En el mostrador se apiñaban decenas de gatos de la suerte, de distintos tamaños, que miraban en todas las direcciones. Unas orquídeas blancas decoraban las esquinas de la barra y algunas mesas. Grandes afiches de guerreros samurái colgaban de las paredes en cuyo centro estaba enmarcada la bandera imperial. 

En una suerte de saloncito donde se podía comer, las paredes estaban cubiertas de afiches Manga y en una esquina en lo alto estaba colgado un televisor que exhibía los Cuentos de la luna pálida de Agosto (Ugetsu monogatari) de Kenji Mizoguchi (1953).

El lugar estaba abarrotado y corrían ríos de sake y de cerveza. 

No terminamos de ordenar nuestros tragos cuando los músicos, que habían estado conversando y bebiendo en una mesa del rincón, se incorporaron. Cuatro de ellos eran negros. Uno tenía unos bigotitos finitos y otro, los pelos parados como científico loco. El trompetista y la cantante eran japoneses. Cuando empezaron a tocar y la música empezó a inundar el lugar sentí que era exactamente eso lo habíamos estado buscando. Como al duende de la zamba, había que encontrar el espíritu del jazz.

Y de repente todo tuvo sentido: la sencillez de los escenarios rurales de Cuentos de la luna pálida con el juego de claroscuros y la artística composición de los encuadres, el frío y espumoso dorado de la Sapporo, el rumor de las voces y la risa de un grupo de jóvenes que comían en el salón contiguo, la voz jadeante, sofocada de la cantante, con su vestido ceñido con tajo largo, que hubiera hecho las delicias de Margarite Duras,  el wha wha de la sordina en el trombón y en la trompeta, el humo de los cigarrillos. El virtuoso trompetista, petiso como Satchmo, nos dejó maravillados con su improvisación, así como todo el resto de los músicos. Estaban en vena, divirtiéndose y nos invitaron a la fiesta.

 

Y así, por escuchar al mensajero de los dioses que bajo la forma un caucásico Dionisio se interpuso en nuestro camino, conocimos una de las formas del éxtasis.



No comments:

Post a Comment