Tuesday, September 17, 2013

El amor escrito en el cuerpo



“Lo juro, desde que vi tu cara,
el mundo entero es fraude y fantasía.
El jardín está perplejo y trata de entender
Lo que es una hoja o el florecer.
Los pájaros distraídos ni siquiera pueden
Distinguir el alimento de la trampa.
Una casa de amor sin límites,
Una presencia más Hermosa que Venus o la luna,
Una belleza cuya imágen llena el espejo del alma”.

Jelaluddin Rumi (1207 – 1275) (del libro Divan o Diwan de las Odas a Shams de Tabriz)

Este hermoso poema de quien se considera el más representativo maestro del sufismo, el afgano Rumi, encabezaba la invitación que recibí para asistir a mi primera fiesta de bodas pakistaní, que se celebró de acuerdo al rito musulmán, y a la costumbre y rango de los contrayentes. Los festejos, en este caso, duraron tres días.

Lo que quiero comentar es la parte de la ceremonia del Mendhi, de la escritura en el cuerpo, que se desarrolló al segundo día.

El lujoso salón tenía preparado al fondo todo para la ceremonia: preciosas alfombras sobre las que se habían acomodado almohadones y cojines y al centro, sobre una grada, unos baúles y bancos de madera, y en las esquinas dos sombrillas o parasoles similares a los que usan los tailandeses. Completaban el escenario unas cortinas de colores brillantes, recamadas de canutillos y lentejuelas que de inmediato me transportaron a mi infancia, a los primeros cuentos del Oriente Medio y a las Mil y una noches, cuya versión completa “para adultos”me llegó muchos años después, de la mano de mi querido Carlos J. Aldazábal.

El novio ingresó primero, acompañado por los miembros de su familia. Al rato, transportada en un palanquín llegó la novia, precedida por una cohorte de damas de honor que llevaban bandejas con velas encendidas, flores, frutas y frutos secos, a quienes rodeaban los demás miembros de su familia. Cada familia usaba en vestidos o accesorios un mismo color así que se reconocía fácilmente la pertenencia.

Sonriente como unas pascuas, el novio esperaba sentado a la novia, que se ubicó a su lado, y las familias y amigos pasaron de a uno a saludarlos y desearles buenos augurios. 
Después empezó el banquete consistente en una variada gama de coloridos deliciosos platillos, uno más picante que el otro, pero todos igualmente deliciosos. Currys y salsas diversas, verdes, anaranjadas o rojas, servían para acompañar el cordero, el pollo y la carne de res, que podía acompañarse con arroces y diversas guarniciones de vegetales y comerse con el na-am, el pan característico, con manteca y ajo. Quesos especiados, samosas (empanadas de papa, picantísimas y fritas), y ensaladas -cuyo aliño podía sacarnos más de una lágrima completaban el cuadro. A nadie escapa que la comida india y la pakistaní tienen un poder abrasivo sin precedentes: nadie me saca la idea que queman las papilas gustativas, porque después de la ingesta el paladar pierde toda sensibilidad (y eso deja paso a que después una sienta cierta atracción por temas de la cumbia villera o algunos cantantes marginales, de aquí y allá, de dudoso gusto…)

Y para apagar ese fuego, la blanca y sedosa espuma del mango mezclado con leche azucarada. Desde que probé el mango lassi sostengo que debió haber sido el néctar del océano que los dioses batieron para alcanzar la inmortalidad y que Parvati le dio a beber a Shiva.

Una vez terminada la opípara cena, comenzó la ceremonia del mendhi. La madre de la novia al novio y la del novio a la novia les colgaron collares de flores y les dieron de comer en la boca bocados de manjares diversos mientras los bendecían, les deseaban salud, descendencia y fortuna. Les acercaban  billetes de dólar mientras recitaban mantras para atraer el dinero. Y luego, tomando el polvo del henna o la cúrcuma, que sostenían en hojas de plátano, les hicieron los dibujos rituales, de los que ya hablan los libros védicos y que, según dicen, se hacen para despertar nuestra luz interior, nuestro sol. 
En los casamientos de la India se pintan las manos y los pies con  dibujos filigranados de arabescos y flores o pájaros, que son verdaderas obras de arte. Aquí la pintura fue más bien simbólica. Cuando terminó el ritual todos las mujeres de ambas familias saludaron y bendijeron, en hilera, a los contrayentes y una vez que todo terminó, comenzó una competencia de baile muy entretenida, que permitió el lucimiento de los parientes de cada familia. Fue una suerte de West Side story, pero en este caso los jóvenes y amigos de ambas familias competían por el aplauso de los novios y de los invitados que disfrutábamos del espectáculo. Finalmente, los  novios se unieron al baile en medio de la algarabía general. Yo, que tengo hormigas en los pies y el espíritu de Ginger Rogers, apenas pude me lancé a la pista, a mover las caderas, (que para eso las tengo!) al ritmo del dholak (semejante al durbake o la darabuka de los árabes) y del rubab (de la familia de los laúdes).
Casi tan feliz como los novios, regresé a casa, exudando el curry, el comino y las pimientas y la memoria del jugo emulsionado del mango.

Me pregunté más de una vez por el destino de la joven pareja. La novia no borda sindhi, ni fue forzada a casarse y el novio es tan joven como ella. Son “modernos” y han vivido con sus familias en el Occidente cristiano. Ambos tienen un futuro promisorio. Sólo me cabe desearles que el amor, melifluo pero casquivano, se quede con ellos, todo el tiempo que pueda. Para ellos, en el nombre de Allah, el clemente, el misericordioso, sea su unión bendecida con la mejor de sus creaciones.




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