Sunday, October 26, 2014

A estas alturas de la vida (Ecuador, 2014):







Manuel Calisto y Alex Cisneros se divierten con esta simpática propuesta que co-dirigen y que parece un ensayo de técnicas cinematográficas que bien podría usarse en una clase de cine. Para que no queden dudas, está filmada en blanco y negro. La mayor crítica que se le podría hacer a “A estas alturas de la vida” es el abuso de algunas de esas técnicas como la del fundido en negro. Sin embargo, son al propio tiempo dignas de destacar su variedad y las diversas formas de composición de los cuadros lo que permite disfrutar de los gags y del juego de la cámara, de los grandes planos generales y de los plano detalle, de picados y contrapicados y de las referencias al cine (la influencia de Hitchcock, por ejemplo). Es probable que las cuestiones relativas al montaje se hayan debido a los muchos problemas de la edición y post-producción del filme. A poco de terminar el rodaje (en 2011), que solo demandó diecisiete días, Calisto fue brutalmente asesinado en un intento de robo, lo que devastó a Cisneros y demoró la finalización de la película, de muy bajo presupuesto,  inicialmente aportado por familiares y amigos  y que consiguió finalmente cierto financiamiento estatal.

Con guión que bordea lo inverosímil, se va tejiendo un diálogo – siempre confrontado- entre dos amigos, que  se desarrolla en la azotea del edificio en el que supuestamente viven. Son Martín (Calisto), empleado de la Cancillería, quien encarna al idealista, quien cree que con el esfuerzo todo se alcanza y se pasa recitando clichés de libros de autoayuda o inteligencia en los negocios, y Daniel (Cisneros), su íntimo amigo y némesis, con un talento natural para las matemáticas que desperdicia haciendo cuentas complejas sobre cuestiones insustanciales, que no puede conservar un trabajo ni tiene como pagar la renta y que no tiene otros objetivos en la vida más que pasarla bien y follar con mujeres casadas. Los diálogos son por momentos desopilantes.  Hay humor (negro), ironía, verdad descarnada y delirio. En un momento la vecina Alicia (Sonia Valdéz) los interrumpe. El diálogo se mecha con monólogos. Un narrador que a más de contribuir al elemento de la intriga nos representa, habla de algún modo de nosotros y desde nosotros.
Entre las aficiones de los amigos está espiar a los vecinos con un telescopio. En un momento Alicia descubre una situación que les plantea una disyuntiva de orden moral y fuerza una decisión que lleva a dos finales: uno de thriller y otro que inevitablemente evoca esa fantástica escena de Thelma y Louise.

Salvo algunos flashback y flashforward, las escenas transcurren en la terraza, con el fondo de  una ciudad estática, totalmente racionalista. Unos cuantos objetos amontonados componen la utilería, lo que sumado a los plano detalle y americanos donde la cámara se detiene por varios segundos en los personajes o en los pocos elementos de la escena, le dan un tono teatral. El tono estético bordea el abstacto y es, en todo caso, posmoderno. Un ojo que refleja lo que ve,  abre y cierra la película. Anuncia el gran angular de la cámara. El mismo de la mirilla telescópica por el que se inmiscuyen en en la vida de los otros. Es el que permite, además, tener la visión panorámica, desde la altura – casualmente una terraza-, desde donde las cosas pueden verse de otra manera, o como realmente son, lo que permite también que nos veamos a nosotros mismos y nuestros sentimientos (como el despertar de la codicia), lo que nos lleva, sin pena, a decidir hacer algo estúpido.

 “A estas alturas de la vida” se nos presenta como un genuino ejercicio exploratorio de cine. Exploratorio no en el sentido de reconocimiento sino de registro, de ahondamiento en una experiencia estética que cuida e incluye detalles que sirven para el placer del espectador que quiere ser sorprendido.







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